Siempre cuento la misma historia, pero
cuando vi ET por primera vez en la tele tenía ocho años. Me metí tanto en la
magia de la historia que terminé sentada como indio en el piso, bien pegada a
la tele y, cuando la despedida llegó, me dejó un vacío tan grande que me costó
recuperarme. Y todas las veces que la veo, me pasa exactamente lo mismo: me
convierto en esa nena de ocho años por un rato y me dejo llevar por la magia.
Eso es ET para mí.
Ahora, si vamos a un plano más formal,
este film cuenta con toda la genialidad de su autor y algunos de sus lugares
comunes como ser los suburbios fuera de la ciudad, la familia de padres
separados, los aliens, el héroe improbable, pero en lo que gana mucho es en que
logra imprimirle un dejo de magia mezclado con nostalgia que provoca que no
importa la edad que tenga el espectador, se vuelve un chico de repente.
Si además sumamos a esto la primera
secuencia que es el aterrizaje de ET y sus compañeros, vemos esa cámara subjetiva
del personaje principal y el pánico que le generan esas figuras, pero sobre
todo, nos metemos en la visión de un niño porque utiliza una altura baja de
cámara que mantiene en todo el film. Esto es una historia de aventuras y de
amistad y de niñez, el mundo adulto sólo irrumpe al final y para complicarla.
Narrativamente es una lección de
indicios, donde la famosa escena en la que vuelan en bicicleta de noche en el
bosque permite que luego entiendas por qué todos los chicos pueden escapar
volando al final. Así es como la conexión entre una planta y ET y ET y Elliot
se explica sin problemas. Esto, además, engancha perfecto desde el momento en
el que, repito, no juzgamos a esta historia como para adultos, sino que es una
reinvitación a la nostalgia de la niñez.
La película tuvo muchas nominaciones
al óscar de las que se terminó llevando para mezcla de sonido y efectos
especiales (muy superiores a, inclusive, muchos films posteriores) por lo que
aún sigue teniendo cierta actualidad. Y la música de John Williams que nunca
nos deja indiferentes.
ET, ante todo, es mi tícket a la
infancia, a querer volver a ser esa nena de ocho años que mira la tele sentada
como indio en el piso para estar lo más cerca posible de la magia y que sube
llorando a abrazar a su mamá para que la consuele por la despedida final.
Gracias, tío Steven, por dejarme volver a ser una nena al menos una vez por mes.
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