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lunes, 20 de diciembre de 2010

La Caída, de Oliver Hirschbiegel

Esta película fue muy comentada por dos razones: primero porque tuvo la osadía de ser el primer film sobre Hitler de origen alemán en mucho tiempo y segundo porque no habla de la época “de grandeza” del dictador, si no de la decadencia del movimiento (lo cual, convengamos, es políticamente correcto). Las bombas caen en Berlín y el Führer convoca a ejércitos ya enterrados hace tiempo, negándose a abandonar la ciudad.



La mayor parte del largometraje transcurre en el búnker en el que se vieron obligados a encerrarse los últimos quince días de la vida de Hitler, utilizando como narradora a su secretaria, una de las pocas sobrevivientes que murió en el 2003 y ha inspirado novelas y documentales con su testimonio. Claro que hablar de humanizar a la bestia no sería bien visto por nadie y eso es algo con lo que el relato no coquetea, sino con el hecho de que hay dogmáticos que realmente no entendieron la magnitud o eligieron deliberadamente no hacerlo en pos de un mayor bien.

Termina siendo un anciano prematuro y con párkinson que casi se negaba tanto a la derrota que hablaba del sueño del imperio frente a una maqueta y no se temblaba el pulso para hacer padecer a todo el pueblo sus propias manías. De alguna forma muestra que la justicia llegó en la decadencia absoluta y en ese tiro que hizo estallar su cerebro. Sigue siendo una de las bestias más temidas y recordadas del siglo XX y su caída es tan épica como su ascenso.


Tiene otros costados duros: por un lado, el hecho de mostrar la adoración que sentían sus copartidarios hacia él y por otro, la intención de su secretaria de “lavarse las manos” diciendo que ninguno de los miembros del partido sabía lo que pasaba en los campos. Puede tener un aspecto cierto desde el punto de vista que uno pierde la dimensión del horror cuando vive en él, pero es polémico en cuanto a la necesidad humana de encontrar un culpable y, en este caso, el villano se les escapó de las manos. Termina funcionando como una expiación, por momentos, que el resto de la Humanidad no está dispuesto a dar a los altos mandos pero sí al pueblo alemán en general.


Ver a Magda Goebbels envenenar a sus hijos para luego suicidarse junto al Führer por no querer vivir en la “vergüenza” de un mundo no-nazi demuestra que el genocida no estaba solo: que había una nación detrás y eso es uno de los mea culpa más importantes de Alemania. Mientras otros países se guardan sus propias mugres bajo la alfombra o deciden mirar para otro lado, los germanos siempre se han sentido y hecho responsables de este movimiento. Y le ha costado más que sangre, sudor y lágrimas. 

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